Starbucks me gusta. Es un buen lugar para sentarse horas y horas con un café, el ordenador o un libro. Nadie te trae la cuenta como forma disimulada de echarte, ni se te mira mal si gastas poco y te quedas mucho. Pero: tiene un gran pero. Los domingos por la tarde parece la sala de fiestas Tricolín. Para quienes no sabe de la referencia, explico: Tricolín era una sala de fiestas que quedaba en Moravia (San José, Costa Rica) en la que se hacían actividades para niños, fiestas de fin de curso, cumpleaños, etc. Así, hoy vimos desfilar a tantos chiquitos malcriados que mi amor por los peques se vio en peligro de extinción.
El problema, en realidad, no son los chiquitos si no los papás. Es evidente que los llevan ahí porque así pueden hacerse los locos mientras los enanos corren, gritan, se asoman a las pantallas ajenas… es como el campo de juegos donde ellos de paso pueden saborear un café.
Pero hay cosas que no perdono. Ejemplo: dos carajitas de unos diez años hablando a un volumen altísimo, actuando como si tuvieran tres años, tirando una bola por ahí (incluyendo a Fernando que pasó cerca… bola para él) y riéndose de sus estupideces a un volumen demasiado alto para ser natural. Una chica –creo que era italiana porque la verdad que para entonces ya había puesto mi música a todo volumen y los auriculares poco dejaban oír- se hartó y se acercó a pedirles que bajaran el volumen. La madre de las criaturitas se limitó a decirles “se los estoy diciendo”. Una de ellas, herida en su ego de soy-el-centro-del-mundo-a-ver-si-te-enteras empezó a burlarse de la chica que fue a callarlas. Entre remedar como hablaba y decir “es más fea que la novia de Frankestein” se solazó un rato. La madre no le dijo nada.
Aunque la comparación sea -digamos- grosera, me acordé de un programa que me gusta mucho, que se llama “Dog whisperer” o algo así, lo dan en la Cuatro. El tipo –domador de perros, básicamente- explica que si el perro se da cuenta de que puede mandar, lo hace: se autodenomina jefe de la manada y a partir de ahí los límites los pone él, no el dueño.
A veces me da la impresión de que algunos papás, hartos del trajín de tener hijos, los dejan ser jefes de manada. Luego se quejan de que hacen lo que les da la gana… Hablo sin conocimiento de causa, lo admito, pero creo que el que haya pequeños encantadores (alguna vez he terminado enseñándole fotos de la computadora a algún enano en Starbucks, o jugando con otro...) prueba que hay papás que no hacen bien su trabajo.
No digo que haya que castrar a nadie, ni tenerlos bajo régimen militar, pero un mínimo de normas de conducta no les vendría mal a muchos… Los niños inteligentes y bien criados suelen saber cómo comportarse en cada ocasión, aunque a veces se les vaya la pinza y se porten mal. Eso es normal, pero cuando esa conducta errática es la común... algo no funciona.
Y sobre todo, me guardo en el disco duro la siguiente orden “no irás a Starbucks un domingo en la tarde nunca más”. Es casi tan anticonceptivo como el supermercado el sábado en la tarde…
El problema, en realidad, no son los chiquitos si no los papás. Es evidente que los llevan ahí porque así pueden hacerse los locos mientras los enanos corren, gritan, se asoman a las pantallas ajenas… es como el campo de juegos donde ellos de paso pueden saborear un café.
Pero hay cosas que no perdono. Ejemplo: dos carajitas de unos diez años hablando a un volumen altísimo, actuando como si tuvieran tres años, tirando una bola por ahí (incluyendo a Fernando que pasó cerca… bola para él) y riéndose de sus estupideces a un volumen demasiado alto para ser natural. Una chica –creo que era italiana porque la verdad que para entonces ya había puesto mi música a todo volumen y los auriculares poco dejaban oír- se hartó y se acercó a pedirles que bajaran el volumen. La madre de las criaturitas se limitó a decirles “se los estoy diciendo”. Una de ellas, herida en su ego de soy-el-centro-del-mundo-a-ver-si-te-enteras empezó a burlarse de la chica que fue a callarlas. Entre remedar como hablaba y decir “es más fea que la novia de Frankestein” se solazó un rato. La madre no le dijo nada.
Aunque la comparación sea -digamos- grosera, me acordé de un programa que me gusta mucho, que se llama “Dog whisperer” o algo así, lo dan en la Cuatro. El tipo –domador de perros, básicamente- explica que si el perro se da cuenta de que puede mandar, lo hace: se autodenomina jefe de la manada y a partir de ahí los límites los pone él, no el dueño.
A veces me da la impresión de que algunos papás, hartos del trajín de tener hijos, los dejan ser jefes de manada. Luego se quejan de que hacen lo que les da la gana… Hablo sin conocimiento de causa, lo admito, pero creo que el que haya pequeños encantadores (alguna vez he terminado enseñándole fotos de la computadora a algún enano en Starbucks, o jugando con otro...) prueba que hay papás que no hacen bien su trabajo.
No digo que haya que castrar a nadie, ni tenerlos bajo régimen militar, pero un mínimo de normas de conducta no les vendría mal a muchos… Los niños inteligentes y bien criados suelen saber cómo comportarse en cada ocasión, aunque a veces se les vaya la pinza y se porten mal. Eso es normal, pero cuando esa conducta errática es la común... algo no funciona.
Y sobre todo, me guardo en el disco duro la siguiente orden “no irás a Starbucks un domingo en la tarde nunca más”. Es casi tan anticonceptivo como el supermercado el sábado en la tarde…
Ilustración de Iskra (photostock)