sábado, agosto 28, 2010

Last night in Twisted River, de John Irving

Lo que digo yo:


Empiezo con la reiterativa confesión de culpa: yo amo a John Irving. Cualquier cosa que diga es probable que esté condicionada por el hecho de que es de mis escritores favoritos. Pero intentaré ser objetiva con su último libro.


Last night in Twisted River empieza con la descripción de un pueblo alrededor de un aserradero y la muerte de un chico. Anuncia un poco la violencia –justificada- de la vida de los personajes, y que resume la tesis del libro. Pero Irving también habla del amor (siempre es tema, aunque no se quiera), de la amistad, de las marcas de la infancia, de las consecuencias de los actos (incluso los ajenos) y de la creación literaria.


Sobre este último punto recalco dos cosas, el propio autor hace reflexiones –inmersas en la ficción- acerca de su quehacer y, a la vez, creo que la novela es en sí misma una lección de escritura: tiene una estructura precisa, personajes redondos, detalles que enriquecen la lectura aunque parezcan nimiedades, dosificación de la información para mantener el interés y la intriga… honestamente creo que es el mejor libro de Irving que yo haya leído.


O sea que evidentemente lo recomiendo. Ahora, si hay alguien que ya haya probado con el universo Irving y no conecta, pues que no pierda el tiempo. Esta novela es menos “Irving” en apariencia, pero sigue siendo muy de su estilo.


En vez de lo que dice la contraportada, que es un despropósito -para variar- dejo las primeras líneas del libro.


Lo que dice Irving:


1
Bajo los troncos


El joven canadiense, que tendría a lo sumo quince años, había vacilado más de la cuenta. Suspendido en el aire por un instante, dejó de mover los pies sobre los troncos que flotaban en el remanso situado por encima del recodo del río; antes de que alguien alcanzase a sujetar su mano extendida, ya se había hundido por completo. Uno de los madereros, más veterano, tendió el brazo hacia el largo cabello del joven: buscó a tientas con los dedos en el agua gélida, densa, casi tan espesa como un caldo a causa de los fragmentos de corteza desprendidos. De repente dos troncos chocaron con fuerza, atraparon el brazo del frustrado rescatador y le partieron la muñeca. La alfombra de maderos en movimiento se había cerrado por completo sobre el joven canadiense, que ya no volvió a salir a la superficie; no asomó nada de él sobre aquella agua marrón, ni tan siquiera una mano o una bota.


En un atasco de troncos, tan pronto como se conseguía destrabar el madero clave, los gancheros tenían que moverse con rapidez y sin parar; si se detenían, aunque fuera sólo por uno o dos segundos, se veían lanzados a la impetuosa corriente. En el acarreo de una maderada, uno podía morir aplastado entre los troncos que avanzaban corriente abajo antes de ahogarse, pero ahogarse era lo más habitual.


Desde la margen del río, donde el cocinero y su hijo de doce años oyeron los juramentos del maderero que se había partido la muñeca, saltó a la vista de inmediato que alguien se hallaba en una situación más apurada que el frustrado rescatador, quien, tras liberar su brazo herido, había recuperado el equilibrio sobre los troncos en movimiento. Los otros cuadrilleros, sin prestarle la menor atención, se dirigieron con pasos cortos y ligeros hacia la orilla, voceando el nombre del muchacho perdido. Los hombres hincaban sin cesar sus bicheros en los troncos flotantes para encauzarlos. Los gancheros buscaban, en su mayoría, el camino más seguro hacia la orilla; pero, a ojos del esperanzado hijo del cocinero, daba la impresión de que quizás intentaban abrir un espacio de anchura suficiente para que el joven canadiense saliera a la superficie. Cierto que en ese momento sólo había huecos intermitentes entre los maderos. Así de rápido desapareció el chico que se había presentado ante ellos como «Angel Pope, de Toronto».


-¿Es Angel? -preguntó a su padre el niño de doce años.


Quizás alguien hubiera podido confundir a este chico, por sus ojos de color castaño oscuro y su expresión extremadamente seria, con el hermano menor de Angel; pero en todo caso era inconfundible el parecido familiar entre el niño de doce años y su padre, un hombre siempre alerta. En el cocinero se advertía un halo de aprensión contenida, como si por norma esperase los desastres más imprevistos, y en la seriedad de su hijo se traslucía un reflejo de eso mismo; a decir verdad, el chico era el vivo retrato de su padre, tanto es así que varios de los leñadores habían manifestado su sorpresa por el hecho de que el hijo no caminase también con la acusada cojera del padre.


El cocinero sabía de sobra que el joven canadiense era quien, en efecto, había caído bajo los troncos. Él mismo había advertido a los madereros que Angel estaba demasiado verde para trabajar con la cuadrilla delantera; el muchacho no debería haberse metido a intentar deshacer un atasco de troncos. Pero seguramente el chico tenía ganas de complacer, y tal vez en un primer momento los gancheros no habían reparado en su presencia.

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