martes, septiembre 23, 2014

Una Navidad sorpresiva, 2005

Diciembre 2005

No voy a contar la historia de cómo conocí al Vikingo, es muy larga, pero hay tres palabras claves que la definen: Coruña, Barcelona, epístola. Nos conocemos e intuyo que puede que se trate de alguien determinante en mi vida. Me enfrento al dilema: se supone que vine a estudiar a La Coruña y, de repente, estoy pensando en irme a hacer el tonto a Barcelona.

A principios de diciembre me despido de Lil y Krons y me subo en el coche del Vikingo. Llevamos pocos meses saliendo, pero la distancia es complicada y a falta de redactar la tesis del Máster, decido que probar suerte en Barcelona es buena idea. Creo que ese diciembre marca un antes y después en muchos sentidos. El personal es evidente (nueve años después el Vikingo sigue a mi lado), pero el profesional tardará en manifestarse.

Llevo meses escribiendo con regularidad, pero no sé si es lo mío. Llevo años como actriz y en Coruña acabo de retomarlo, en una compañía con dos amigos. Acabo de escribir una obra pensando en mis dos bichos y mi amiga Sonia... pero lo hago para poder actuarla, pienso que ser actriz es lo mío. Unas semanas antes de venir a Barcelona pasan dos cosas: hago un cásting y me dan un papel protagónico en una obra de teatro (en Coruña), y me dan el accésit de un premio de dramaturgia, con la primera obra de teatro que había escrito.

No sé qué hacer, la verdad… pero un día me despierto y pienso que en este mundo hay dos tipos de personas: las que se mueven por el trabajo, por lo racional, por las oportunidades profesionales. Y las que nos movemos por el corazón, por lo emocional, por las oportunidades sentimentales. Ambas son válidas, pero a mí me dolería más perder a una persona que el trabajo de mi vida, así que... rechazo el papel en la obra de teatro y me decanto por ver qué puede pasar con el Vikingo. El dinero del premio me viene genial: pago gastos derivados de cambiar de lugar.

A la salida del edificio me despido de año y medio intenso. De lo aprendido, de las calles de La Coruña que llegaron a ser mis calles. De la Ronda Outeiro y del piso 13 (a mí el 13 siempre me ha traído buena suerte), del Bar El Hispano donde la camarera a veces me cuida el ordenador, que dejo en la mesa para ir al lavabo y donde me paso horas escribiendo; del año de depresión intermitente. Llevo el mismo abrigo de invierno con que llegué, regalo de mi hermana.



El Vikingo conduce durante doce horas, atravesamos el norte de España juntos. Cuando llegamos a Barcelona pienso en la locura que acabo de escoger: vuelta a empezar, nuevo lugar, de nuevo sin vínculos. Supongo que el reset iniciado un año y medio antes no había acabado, necesitaba un empuje más.

Conozco a mi nueva familia, paso la primera navidad dándole vueltas a un árbol con banderas noruegas, pruebo la sopa de galets (y el amor es inmediato), me apunto a clases de catalán, escribo mi tesis. Las raíces me llaman, el pasado tienta, el camino me parece tan complicado que sigo haciéndome preguntas. Ya no me pregunto qué hago aquí, ahora pienso hasta cuándo estaré aquí. Pasan las semanas y todo apunta a que la relación con el Vikingo avanza. A mediados de febrero empiezo a contar días: me quedan unos cuatro meses de permiso de residencia. Eso quiere decir que la relación que acabo de empezar tiene fecha de caducidad.

O eso creía yo.



Pero todavía estamos a mediados de febrero, y para junio del 2006 falta mucho. Y para junio ha pasado también tanto que… que no podía sospecharlo.  

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