He trabajado de muchas cosas. De
muchas. Desde limpiando váters de un hotel 5 estrellas en Wisconsin
(EEUU) hasta metiendo invitaciones en sobres. También he sido
periodista (si es que se deja de serlo), canguro, locutora de radio y
teatrera (vicio que mantengo). Pero uno de los trabajos que más
“atesoro” es cuando trabajé vendiendo bragas para La Súper
Empresa.
Era el año 2006, me parece, y en la
tienda éramos 4 empleadas y la encargada. Desde el primer día me
sorprendieron varias sobre la encargada:
- Cuando llegaba género nuevo, las chicas apartaban muchas prendas. Se gastaban una buena parte de su salario en la propia tienda. Sobre todo la encargada, que calculo que llegaba a un 50% de su salario. Había una cierta presión de grupo para que yo hiciera lo mismo. Nunca lo hice.
- Todas -menos yo- iban súper vestidas, peinadas y maquilladas a trabajar. A las 9 de la mañana. Cada día. La encargada más que nadie.
- La encargada se iba una vez por semana a la peluquería en horario laboral. Nosotras teníamos que hacer ratos extras cuando le daba por ahí.
- La encargada nos trataba como niñas pequeñas y con una condescendencia bastante desagradable.
- PERO la encargada iba de “amiga” de todas.
Este último punto es el central.
Después de algunos días de trabajar en la tienda, coincidí con la
encargada a la hora de la comida. La conversación acabó derivando
al discurso célebre de la encargada, que recordaré para toda la
vida. Me dijo:
"Yo espero que tengas la confianza de decirme las cosas. Puede parecer que soy distante o que no me gusta que me digan lo que hago mal, pero si tienes algo que decirme... no dudes en hacerlo".
A mí me pareció que la oportunidad
era maravillosa, y su actitud ejemplar. Así que le dije, con todo el
tacto que pude, que no me parecía la manera en que nos trataba, ni sus escapadas que nos afectaba en el horario. Y
que si bien yo estaba aprendiendo y seguro que aún había detalles
que pulir, seguramente iría más rápido si sentía que ella me
apoyaba y me ayudaba, en vez de hacerme sentir mal. Creo que le dije alguna otra cosa, pero repito: todo con el máximo respeto y diplomacia.
¿Bien, no?
¿Viva la sinceridad?
¿No?
¿No?
Pues no.
A la semana me despidieron, aduciendo
que tenía muy buena actitud de trabajo, pero que no era rápida.
Mentira podrida. Estoy segura.
Esto viene a mi mente unos días
después de haber hecho una entrevista de trabajo en la que, me
parece, me pasé de sincera. Hablé de mis habilidades y conocimientos tanto como de mis carencias. Porque pensé que en el fondo, si me querían para el puesto tendría que ser con las ganas de aprender más que por las ganas de "ganar" el trabajo. No sé si me explico. Yo como empleadora creo que preferiría alguien que me diga "no tengo experiencia en esto pero me romperé el coco para hacerlo bien" frente a alguien que diga "sé hacerlo" y luego no tenga ni puñetera idea.
Bueno, sí, puede ser que sea yo quien tengo un serio problema
con mentir, ocultar información y disimular. Soy un jodido libro
abierto y se me nota todo. Ante esto, prefiero decir lo que se ve a la legua.
De pequeña mi madre vivía atormentada
conmigo. Le rogaba que me contara quién le había tocado de amigo
invisible en el trabajo, y luego se me escapaba como agua por las
comisuras de la boca. Mi hermana no sabía si podía confiar en mí:
una vez me confió que los regalos de Navidad estaban escondidos en
lo alto de un armario... y yo le largué todo a mi mamá cuando llegó
a la casa. Juro que no es maldad, pero cuando hay algo que me causa
incomodidad, culpa o desazón... siento que me sube una oleada de
calor desde el estómago y me cuesta callarme.
Así que tengo pendiente en esta vida
ese arte retorcido: mentir.
Hay que aprender:
MIENTE... es mucho más efectivo.