Agosto, 2005
Llega agosto del 2005, mi primer verano en Europa. Al menos
como residente temporal (dos años antes había estado un par de meses de paseo). Con el verano, llega también mi mamá junto con una de sus amigas del alma a visitarme.
Las recibo en Madrid y desde ahí recorremos algunos países europeos.
- En Madrid me roban el móvil y mi estuche de discos compactos (increíble, hace diez años aún se usaba el discman).
- En Roma me ubico tanto con una mirada al mapa que mi madre cree que he estado antes.
- En Venecia me agacho a acariciarle la barriga a un perrito y, acto seguido, un italiano se tira al suelo (literalmente, panza arriba) y me pregunta que por qué a él no le hago lo mismo.
- En Florencia hacemos cola dos horas para ver el David.
- En Pisa hacemos la foto de rigor y nos vamos, en Pisa no hay nada.
- En París me enfrento a un tipo enorme porque se acerca demasiado a mi mamá, intentando colarse en el metro.
- En Praga lloro porque una tipa me trata fatal cuando pido información sobre el transporte público. En Praga dormimos en un hostal donde hay pelos en las camas y bichos en el suelo, decidimos dejar de ser tan mochileras y subir un escalón en calidad.
- En Ginebra me enamoro de esa ciudad que objetivamente no tiene mayor gracia.
- En Zurich veo a mi madre acceder a colarse en el autobús tras constatar que cada trayecto es absurdamente caro. En Fátima conduzco por autopistas en que la velocidad MÍNIMA son 100 km/h.
- En Barcelona, frente al Mediterráneo, digo "yo podría quedarme a vivir aquí". Luego dormimos, o más bien velamos la noche, en la calle Hospital. No conseguimos dormir porque el aire acondicionado se estropea. Y -la verdad sea dicha- no conocía la ciudad y estaba intranquila de dónde nos habíamos metido.
- En La Coruña disfruto de despertar con mi mami en casa.
Cuando regresan a Costa Rica me queda un huequito en el
alma pero ya tengo amigos que ayuden a disimularlo. Es curioso porque esa sensación nunca ha cambiado. Cada vez que mis papás o mi
hermana, o mis amigos/as vienen a verme y se van, hay una herida que se reabre.
Lo único que puedo decir es que aunque duele con la misma intensidad, he
aprendido a poner la venda de manera más eficiente. Al principio me seguía
haciendo preguntas, con los años duele pero sé cuál es la respuesta.
Se va el verano (que apenas es detectable en La Coruña, para
qué nos vamos a engañar). Voy a la playa. Una señora me ve en bikini, tengo los
auriculares puestos, piensa que no la oigo. Le dice a la señora que va con
ella: ¿y ésta por qué toma el sol?. Me río. Pienso en responderle: porque es
gratis, señora. Pero no lo hago, porque el año que concluyo en Coruña me ha
enseñado muchas cosas. Una de ellas lo que se siente al ser diferente. Pero
diferente de verdad, ya no por el color de piel (que también), sino por acento,
filias, fobias, costumbres, actitudes. Me sigo sintiendo extranjera. Mucho,
además. Pero lo asumo.
Acaba el verano y pienso que fue “el verano”, el del 2006 se
supone que será la despedida para volver a Costa Rica.
Pero para ese verano falta mucho y en medio pasa demasiado.
Pero es agosto del 2005 y aún no lo sé.
Me pongo la venda como mejor puedo, intento rearmar la vida
de extranjera, empiezo el segundo curso lectivo del máster.
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