2007-2011
Entrar en el Institut del
Teatre fue una casualidad. No era mi intención inicial para el último año que
pasaría en Barcelona, pero ahí acabé. En las pruebas conocí a casi todos los
que acabarían siendo mis compañeros de promoción, mis amigos y mis cómplices.
Es curioso… recuerdo que alguien dijo que solía pasar que quienes se iban de
birras el primer día juntos acababan entrando. La broma fue bastante cierta,
porque creo haberme tomado una cerveza con al menos nueve de las quince
personas que entramos a Dirección y Dramaturgia en el 2007.
Y entrar en el Institut fue
soltar las amarras que me mantenían ligada al otro lado del charco. La razón
tiene dos vertientes: el choque cultural fue contundente y descubrí lo
ignorante que era.
Lo del choque cultural se
resume con decir que me pasé una buena parte del año llorando. No exagero, más
de una vez salí de clases para ir a llorar un rato. No es nada raro en mí, pero
creo que fue un año especialmente duro: clases en catalán, incluyendo de
elocución (tuve que enfrentarme a poesía catalana, toma métrica, intención y
vergüenza al intentar pronunciar la “ll” y aún no lo consigo, todo bien…);
exigencia de horas bastante fuerte (al matricular me di cuenta de que no
permitían una carga académica menor del 80% del plan de primer año)… y entendí
que aquí la manera de tratarse es distinta. No es mejor, no es peor, es otra.
La gente es descarnadamente directa, las críticas son concretas y sin mediación
de fórmulas sociales… claramente sobreviví porque mi generación resultó ser una
excepción a la regla: nos caímos bien, nos hicimos gracia, nos hicimos amigos.
Al acabar el primer año me
di cuenta de que no tenía ganas de irme a ningún lado. Entré pensando que haría
el énfasis en dirección, luego me pasé a dramaturgia pero hice de optativas una
gran mayoría de los cursos de dirección. Aprendí, sobre todo, que las notas son
relevantes por orgullo… porque en la práctica a nadie le interesa quién se
lleva las matrículas de honor.
Pasaron los años y este
nuevo llanto cesó. Encontré gente dispuesta a enseñarme, ya no sólo en las
aulas sino fuera de ellas. Amigos que he acompañado en momentos difíciles y que
me han acompañado siempre que lo necesito. Nos inventamos un nombre para
nuestra generación: Pachamama. La verdad que esa protección de la tierra –y me
perdonarán si me paso de hippie- es real. Fueron y son mi yunta.
Al acabar el tercer año tuve
que asumir lo evidente: no me estaba yendo a ninguna parte. Me había pasado un
par de años con el “un año más” como excusa, pero esta tierra empezó a ser mía.
Tendría que hablar de mucha
gente… de Joan y sus historias… y su radar para detectar cuando me baja el
ánimo. De Mónica que nunca sabes cuando aparece pero cuando aparece es hermoso.
Del clan dramatúrgico: Núria, Cris, unidas por esa cosa rara de dedicarse a
escribir (somos ermitaños, propensos al encierro, frikis por definición, no
pasa nada), de todos y cada uno que algo me enseñó; pero acepto que hay un
trozo de mi corazón que encontró su sitio con Salva. Gracias a él, sus
palabras, un té, un café, alguna siesta, mil trabajos juntos, ideas, sueños,
malentendidos aclarados, fiestas, confesiones… gracias a él descubrí que el
corazón anida donde le dan permiso. Gracias, amor, por darme permiso. Los
novios de Teruel. El marica y la negra. Como en las películas adolescentes:
BFF.
Pero como en cualquier
centro educativo, lo que se aprende ha luego de soltarse. En esto llevo un par
de años, aplicando sin ataduras lo aprendido, aprendiendo a confiar en que sé
hacer las cosas, confiando en que lo que no sé ya llegará.
Gracias al Institut he
aprendido la necesidad de una competencia sana. Prefiero ser cola de león y no
cabeza de ratón. Ojalá algún día sea cabeza de algo, no tiene que ser el león…
de hecho me gusta más pensar en ser cabeza de elefante: tienen paciencia,
memoria, confían, tienen alas escondidas. Son animales sensibles pero fuertes,
no agreden, solo se defienden. No trepan, caminan con paso firme y aprenden a
nadar si hace falta.
Gracias al Institut tengo
una compañía de teatro propia, que en realidad es mi familia. A los pulperos
(la compañía se llama La Pulpe) los encontré por eso que no sabemos de dónde
viene y llamamos casualidad. Y de ellos hablaré en breve, se merecen unas
líneas aparte porque han sido los que me han hecho hacer un punto y aparte
vital.
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